jueves, 27 de noviembre de 2008

En una estación sin rumbo

Era una tarde de cielo oscuro. El viento levantaba la tierra de un descampado tras de mi y lanzaba gemidos susurrantes; algunos parecían que, con gestos de dolor, gritaban mi nombre.
Yo, un chico que rozaba la delgadez extrema, ataviado con ropa de invierno, me encontraba en aquella solitaria estación de ferrocarril. Las vías de acero traían historias colgadas en la cola de cada tren, historias vivas que se secaban entre trozos de piedra de no ser atendidas por ningún oído. De pronto, una diminuta gota de agua se posó en mi mano, y tras ella, un millón se desplomaban a la vez como pájaros enjaulados clamando libertad. Me abroché el último trecho de la cremallera y me resguardé en el pequeño porche de la estación, aguardando el tren que se estaba retrasando.

Saqué mi aparato de música, y la primera canción hablaba de soledad y lamento. A los pocos minutos, entre la capa de lluvia, se divisaba el ojo del tren, como un sol de esperanza naciendo de entre las nubes del fracaso. Me subí en el vagón trasero donde apenas había tres personas, cada una en una punta, mirando desatendidamente por la ventana. El tren comenzó a avanzar y, entre el zarandeo, mi música triste y el paisaje que divisaba, comencé a soñar despierto. En vez de ver pasar objetos, árboles, personas, casas, agua…por la ventana, veía una sucesión de capítulos de mi vida. Divisé a mi abuela haciendo café en su cocina, encendiendo la copa de cisco en un día de frío, y sus miradas y gestos que me dedicaba a cada segundo; y a mi abuelo, en otro fogón, hirviendo hierbas medicinales para su estómago mientras, con un guijarro, afilaba su navaja para cortar filamentos de paloduz. También recordé aquellas navidades en que, en el almacén de la carpintería de mi tío, los mayores cantaban alrededor de una estufa y los pequeños jugábamos “a las casitas” en los montones de madera. Un zarandeo más fuerte hizo que me diese un golpecito en la cabeza con el cristal, y volví al mundo real. Vi que ya no había cafetera ni paloduz, y que esos niños juguetones habíamos crecido y tirado cada uno por su parte.
Sonaba una canción que hablaba de atrapar los sueños, y de nuevo comencé a soñar…aquella vez que, con 14 años, me dieron el primer beso; aquella vez en que, por primera vez, miraba a alguien a los ojos sin intenciones de jugar a juegos de niños; aquel amor adolescente que adoleció por mucho tiempo…

¿Y el tren? Cuántas alegrías me había traído el tren. Esa sensación de montarme y saber que, en la otra estación, me esperaría un abrazo y un beso con tonos artísticos y moriscos; miradas al reloj contando los segundos por llegar y agarrar esa mano fantasiosa que me llevaría por esa Córdoba con embrujo…O ese nerviosismo esperando en la estación para ser yo el que diese el beso y el abrazo con aromas de azahar…

Mi tren paró y bajé todavía soñando…pero al llegar a la estación, vi que nadie me esperaba. Esta vez no habría beso…no habría abrazo. No llegué a ninguna parte, sólo me quedé a mitad del camino. Seguramente me equivoqué de tren, así que me dispuse a sentarme en un banco color ocre, esperando que alguien me acogiese entre sus brazos…o que me indicase qué billete debía comprar. Volví la cara hacia el cartel que indicaba dónde me encontraba, y entre agujeros y enredaderas secas pude leer: Valdesola del Olvido. Y allí me quedé esperando…esperando…esperando…




2 comentarios:

Constanza Marchant dijo...

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Hola...

Mmmm, quiero un tren que me lleve al olvido, al cielo, al cambio, a creer!

Saludos querido, besos...

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Constanza Marchant dijo...

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Hola...

Jajaja, no te preocupes, te entiendo perfectamente. Hace más menos una semana yo quería morir de tantas cosas que tenía en la U, en fin, ahora estoy de vacaciones y pase invicta a tercer año!

Saludos Jaime y relajate un poquito!


Besos...

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